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SE HACE ALGECIRISTA AL ANDAR


Vino al mundo como quien dice con el carnet del Barcelona debajo del brazo. De ello se encargó su padre, más culé que el propio Joan Gaspart, que antes de conocer si su criatura sería niño o niña ya estaba en la sede del club haciéndole socio. De los escasos recuerdos que guardaba de los primeros años de su infancia, una parcela muy especial la ocupaba la imagen de su progenitor con los ojos inundados de lágrimas celebrando la consecución de una Liga de los del Camp Nou. Él no lloró, es más apenas si lo sintió. La prueba de fuego se la brindó un seguidor que le comentó que el verdadero aficionado es el que no puede evitar que los vellos del brazo derecho se pongan firmes cuando ve a su equipo formar, se conmueve con el escudo o cuando escucha su hhimno. Lo reprodujo en la cadena de música de su cuarto cientos de veces y su diestra no dio señales de vida. Le pasaron hasta en MP3 la sintonía que se compuso con motivo del centenario blaugrana. Definitivamente y para pesar de su padre, no era del Barcelona. Él nunca se debía de enterar, a pesar de que le pudo haber ahorrado mucho dinero en las renovaciones de su carnet. 

Por circunstancias de la vida, se trasladó a Málaga, donde residió cerca de cinco años. La sangre boquerona se la inoculó miligramo a miligramo un compañero de universidad. Vivió de blanquiazul descensos, ascensos e incluso competiciones europeas. En las celebraciones de las victorias en la plaza de la Merced fue donde aprendió eso de: 

“Málaga, la bombonera, 
flor de la Costa del Sol. 
Tiene un equipo de Primera, 
de Primera División...”. 

Pero entre el jolgorio y abrazos de seguidores ebrios malagueños se sintió artificial. Perdió el contacto con su amigo y dejó Andalucía para irse a trabajar a Madrid. ¿Por qué se hizo Atlético? Aún se lo pregunta. Acudió incluso a psicólogos, que no supieron encontrar respuesta. Sufrió las penalidades del “pupas”, escasamente compensadas con alguna dosis de alegría. Tapizó los sillones de su casa y embaldosó las habitaciones principales con el rojo y el blanco en honor al equipo del Manzanares. Sí, aquellos eran los colores que amaba y para los que había nacido, pero ¿era ése su verdadero y definitivo club? Demasiadas dudas escondía y eso era síntoma claro de que su camino aún no había terminado. 

Tenía 50 años y no estaba dispuesto a morir sin saber cuál era el equipo de sus amores. Dos cosas tenía seguras: Él era albirrojo y estaba llamado al sufrimiento. Se bajó de Internet todos los nombres de los equipos de Europa que vistieran esa indumentaria y a casi todos los vio jugar. No les terminó de convencer. Cayó en el Mirador cuando el equipo deambulaba por la Regional Preferente, en el día en el que cayó goleado por un cuadro de la Sierra de Cádiz y cuando salió escoltado por la Policía porque los aficionados se comían literalmente a los suyos. Había dado otra vez en hueso. De repente, a cuenta de no se sabe qué un escalofrío le recorrió su brazo derecho. Se apartó la manga del abrigo y vio que los vellos de aquella articulación apuntaban hacia el cielo. 




David Lendinez

2003
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